Una de las cosas que más sorprende a quien entra a mi dormitorio (o a mi zulo) es la cantidad de cositas que hay: peluches, muñecos, postales, dibujos… Mi madre (y no sin razón) siempre me dice que muchas veces lo ve como un mercadillo.
Sé que lo lógico sería meter muchas de esas cosas en una caja, subirlas al desván y que se las comiera el olvido, pero no quiero. Porque cada cosa que guardo está ahí porque es un trocito de alguien. Es idiota, y sinceramente no necesito nada para acordarme del as personas a las que quiero (que soy materialista, pero hasta un punto) pero, si alguien gastó su dinero y su tiempo (valorando más lo segundo que lo primero), ¿no es que quiso regalarme un trocito de él?
Podría quitar el peluche de la gaviota de La sirenita que cuelga de la lámpara, pero estaría olvidando la primera vez que mi hermano fue de campamento. Podría quitar una muñeca llorona que ya no llora, pero estaría quitando mi ropa de bebé (porque lleva un jersey de cuando yo era bebé debajo de su ropa de muñeca); podría quitar los trotamusicos, pero olvidaría que Bea quitó las figuritas de su colección para dármelos cuando sabía que llevaba un montón de tiempo buscándolos, o un gato rosa horroroso que se llama Perico y que me regaló mi abuela, o Jose Luis, un oso grandote que era de mi hermano y que siempre hacía el papel de tontote cuando jugaba a ser maestra (y podría seguir hasta que os aburrierais vosotros y yo).
Son pequeñas cosas que significan grandes mundos.
Al fin y al cabo, yo no soy nada, pero estoy hecha de todos los trocitos de personas que me han ido marcando y me hacen ser (o me obligan en cierta manera a intentar ser) mejor persona cada día.
Y esta entrada, aunque suene tonto, me recordará a alguien que le pareció bonito que supiera decirle porque guardaba tantas cosas en mi cuarto… al fin y al cabo, tú también eres un trocito de mi.

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