Hace tiempo que no subía nada de mi puño y letra, ¿no? A ver que os parece este relatillo. Acepto tomatazos en los comentarios.
photo © 2007 DardoWARE | more info (via: Wylio)
Cuando me fijé en ella por primera vez probablemente ya llevara viniendo algo más de un mes. Quizás no me hubiera percatado jamás de su presencia de no ser por su peculiar ritual: llegaba siempre a las once y cuatro minutos, procedente, sin lugar a dudas, de alguna de las oficinas que rodeaban la cafetería, sonreía mientras pedía un café con leche y dos sobrecillos de azúcar moreno y se marchaba a una de las mesas del fondo. Cuando volvía a verla, mientras le servía su consumición, ya estaba absorta en la lectura de un libro que, imagino, habría sacado de su gran bolso negro. Un rato más tarde, llegaba a la barra con otra sonrisa, pagaba y se marchaba.
Nunca había observado ese comportamiento tan meticuloso en ninguno de los clientes, así que, sólo por matar el aburrimiento de aquel trabajo vacío decidí observarla. Me di cuenta de que siempre vestía ropa oscura y unos tacones altísimos. El pelo corto enmarcaba unas gafas de pasta negras. Debía de ser nerviosa, o al menos impaciente, porque lo único que desaliñado de su apariencia eran unas uñas irregulares, indicando que se las mordisqueaba con frecuencia.
Ansioso por añadir más y más detalles al estudio del sujeto, sólo por un interés científico como dicen en la televisión, empecé a servir los cafés en la sala del fondo. Y así, entre vasos de agua, zumos de naranja y cafés con distinta cantidad de leche podía lanzarle miradas furtivas.
Sacaba nerviosa el libro del bolso, como quien espera a un viejo amigo y buscaba la página por la que se había quedado. Dejaba un papel sobre la mesa y no lo volvía a meter en el libro hasta que se marchaba. Jugueteaba con la cucharilla mientras leía, a veces reía, incluso una vez creo que vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla.
Poco a poco, el eco de sus tacones fue ensordeciendo el bullicio de la cafetería. Quedé asombrado al notar como sin llevar reloj o aparato alguno que le dijera la hora, nuestro encuentro duraba siempre veintitrés minutos exactos, de lunes a viernes.
Cambié mi día de descanso al sábado cuando una novela romántica dio paso a la biografía de un antiguo emperador.
El ritual de nuestro encuentro estaba estudiado al detalle, podría describirlo con todo lujo de detalles. Abría la puerta con la mano derecha y daba seis pasos hasta la barra. Me sonreía, porque esa sonrisa sólo podía ser para mí, mientras pedía el café con leche templada y dos sobrecillos de azúcar moreno. Prefería sentarse en la mesa mediaba junto a la ventana, aunque si estaba ocupada, se sentaba indistintamente en cualquiera de las otras. Siempre dejaba el bolso sobre una de las sillas vacías. Abría la cremallera y sacaba el libro. Buscaba la página por dónde se había quedado que siempre marcaba con un billete roto de autobús y que dejaba descuidadamente sobre la mesa. Decía un escueto gracias sin apenas levantar la mirada del libro mientras le servía. Vertía cuidadosamente medio sobrecillo de azúcar sobre la espuma del café y luego dejaba el resto sobre el platillo. Cogía la cucharilla y se comía con deleite esa chuchería y dejaba enfriar el resto.
A veces le vi perder la mirada por la ventana, buscando quizás entre los transeúntes al protagonista de su libro. Poco antes de marcharse, escaba sin ceremonia ninguna el otro azucarillo y lo bebía apresuradamente. Rescataba el billete de autobús de encima de la mesa y volvía a hacerlo prisiionero dentro del libro. Buscaba su monedero, pequeño y oscuro en el bolso y sacaba el importe exacto de él. Luego lo guardaba todo de nuevo en el orden inverso a cómo lo había sacado: monedero y libro.
Se acercaba a la barra con ocho pasos acelerados y dejaba el importe en la barra con un tímido gracias. Nunca tuve que darle la vuelta.
Tres novelas, una biografía y dos ensayos más tarde desapareció. Quizás la despidieron o encontró otro trabajo; o quizás puede que me sea infiel, rompiéndole el corazón a otro camarero.
O simplemente ella no existe. Porque nadie la recuerda, nunca nadie habló con ella y los demás camareros jamás se fijarían en un cliente tan común. Pero me niego a pensar que no existe, porque entonces por qué tengo guardados en una caja en la taquilla tantos medios sobres de azúcar moreno?
photo © 2007 DardoWARE | more info (via: Wylio)
Cuando me fijé en ella por primera vez probablemente ya llevara viniendo algo más de un mes. Quizás no me hubiera percatado jamás de su presencia de no ser por su peculiar ritual: llegaba siempre a las once y cuatro minutos, procedente, sin lugar a dudas, de alguna de las oficinas que rodeaban la cafetería, sonreía mientras pedía un café con leche y dos sobrecillos de azúcar moreno y se marchaba a una de las mesas del fondo. Cuando volvía a verla, mientras le servía su consumición, ya estaba absorta en la lectura de un libro que, imagino, habría sacado de su gran bolso negro. Un rato más tarde, llegaba a la barra con otra sonrisa, pagaba y se marchaba.
Nunca había observado ese comportamiento tan meticuloso en ninguno de los clientes, así que, sólo por matar el aburrimiento de aquel trabajo vacío decidí observarla. Me di cuenta de que siempre vestía ropa oscura y unos tacones altísimos. El pelo corto enmarcaba unas gafas de pasta negras. Debía de ser nerviosa, o al menos impaciente, porque lo único que desaliñado de su apariencia eran unas uñas irregulares, indicando que se las mordisqueaba con frecuencia.
Ansioso por añadir más y más detalles al estudio del sujeto, sólo por un interés científico como dicen en la televisión, empecé a servir los cafés en la sala del fondo. Y así, entre vasos de agua, zumos de naranja y cafés con distinta cantidad de leche podía lanzarle miradas furtivas.
Sacaba nerviosa el libro del bolso, como quien espera a un viejo amigo y buscaba la página por la que se había quedado. Dejaba un papel sobre la mesa y no lo volvía a meter en el libro hasta que se marchaba. Jugueteaba con la cucharilla mientras leía, a veces reía, incluso una vez creo que vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla.
Poco a poco, el eco de sus tacones fue ensordeciendo el bullicio de la cafetería. Quedé asombrado al notar como sin llevar reloj o aparato alguno que le dijera la hora, nuestro encuentro duraba siempre veintitrés minutos exactos, de lunes a viernes.
Cambié mi día de descanso al sábado cuando una novela romántica dio paso a la biografía de un antiguo emperador.
El ritual de nuestro encuentro estaba estudiado al detalle, podría describirlo con todo lujo de detalles. Abría la puerta con la mano derecha y daba seis pasos hasta la barra. Me sonreía, porque esa sonrisa sólo podía ser para mí, mientras pedía el café con leche templada y dos sobrecillos de azúcar moreno. Prefería sentarse en la mesa mediaba junto a la ventana, aunque si estaba ocupada, se sentaba indistintamente en cualquiera de las otras. Siempre dejaba el bolso sobre una de las sillas vacías. Abría la cremallera y sacaba el libro. Buscaba la página por dónde se había quedado que siempre marcaba con un billete roto de autobús y que dejaba descuidadamente sobre la mesa. Decía un escueto gracias sin apenas levantar la mirada del libro mientras le servía. Vertía cuidadosamente medio sobrecillo de azúcar sobre la espuma del café y luego dejaba el resto sobre el platillo. Cogía la cucharilla y se comía con deleite esa chuchería y dejaba enfriar el resto.
A veces le vi perder la mirada por la ventana, buscando quizás entre los transeúntes al protagonista de su libro. Poco antes de marcharse, escaba sin ceremonia ninguna el otro azucarillo y lo bebía apresuradamente. Rescataba el billete de autobús de encima de la mesa y volvía a hacerlo prisiionero dentro del libro. Buscaba su monedero, pequeño y oscuro en el bolso y sacaba el importe exacto de él. Luego lo guardaba todo de nuevo en el orden inverso a cómo lo había sacado: monedero y libro.
Se acercaba a la barra con ocho pasos acelerados y dejaba el importe en la barra con un tímido gracias. Nunca tuve que darle la vuelta.
Tres novelas, una biografía y dos ensayos más tarde desapareció. Quizás la despidieron o encontró otro trabajo; o quizás puede que me sea infiel, rompiéndole el corazón a otro camarero.
O simplemente ella no existe. Porque nadie la recuerda, nunca nadie habló con ella y los demás camareros jamás se fijarían en un cliente tan común. Pero me niego a pensar que no existe, porque entonces por qué tengo guardados en una caja en la taquilla tantos medios sobres de azúcar moreno?
19:21:00 |
Category:
de mi puño y letra
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1 comentarios
Comments (1)
¿Cuantas historias de estas pasaran millones de veces al dia en tantas ciudades desconocidas? Me ha encantado!!!