Hoy he leído en el periódico que ha muerto Frank McCourt, autor de novelas como Las cenizas de Ángela o Lo es. La primera, es una de esas novelas que habré leído mil veces, (para no exagerar, diré que alrededor de cinco veces) y que siempre que lo hago, consigue hacerme llorar y reír, y darme cuenta de la suerte que tengo de vivir donde vivo y de tener la familia que tengo. No he podido evitar sentirme triste cuando lo he leído. Así que como humilde homenaje y porque no necesito excusa para abrir este libro, os dejo la primera parte del primer capítulo de Las cenizas. Descansa en paz, Frank, espero que donde estés ahora, no haya humedad ni pulgas.

Mi padre y mi madre debieron haberse quedado en Nueva York, donde se conocieron, donde se casaron y donde nací yo. En vez de ello, volvieron a Irlanda cuando yo tenía cuatro años, mi hermano Malachy tres, los gemelos, Oliver y Eugene, apenas uno, y mi hermana Margaret ya estaba muerta y enterrada.

Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entiende: las infancias felices no merecen que les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía.

En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre, vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años.

Sobre todo... estábamos mojados.

A lo lejos, en el océano Atlántico, se juntaban grandes cortinas de lluvia que subían poco a poco por el río Shannon y se asentaban para siempre en Limerick. La lluvia humedecía la ciudad desde la festividad de la Circuncisión hasta la Nochevieja. Producía una cacofonía de toses secas, de ronquidos bronquíticos, de estertores asmáticos, de ahogos tísicos. Convertía las narices en fuentes, los pulmones en esponjas llenas de bacterias. Inspiraba remedios a discreción: para aliviar el catarro se cocían cebollas en leche ennegrecida con pimienta; para la congestión se preparaba una pasta con harina hervida y ortigas, se envolvía en un trapo y se aplicaba, humeante, al pecho.

De octubre a abril, las paredes de Limerick estaban relucientes de humedad. La ropa no se secaba nunca; los abrigos de tweed y de lana albergaban a seres vivos; a veces brotaban de ellos vegetaciones misteriosas. En las tabernas salía vapor de los cuerpos y de las ropas húmedas, que era aspirado con el humo de los cigarrillos y las pipas, sazonado con las emanaciones rancias de la cerveza negra y del whisky derramados e impregnado del olor de la orina que entraba a bocanadas de los urinarios exteriores, donde muchos hombres vomitaban u sueldo semanal.

La lluvia nos empujaba a la iglesia, nuestro refugio, nuestra fuerza, nuestro único lugar seco. En la misa, en la bendición, en las novenas, nos apiñábamos en grandes masas húmedas, dormitando mientras el sacerdote hablaba con voz monótona, mientras el vapor subía de nuestras ropas para mezclarse con el olor dulzón del incienso, de las flores y de las velas.

Limerick se labró una reputación de ciudad piadosa, pero nosotros sabíamos que sólo era a causa de la lluvia.

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