En Estados Unidos se admira y se premia a los médicos,a los abogados, a los generales, a los actores, a la gente de la televisión y a los políticos. No a los profesores. La enseñanza es la fregona
de las profesiones. A los profesores se les dice que entren por la puerta de servicio o por la parte de atrás. Se les felicita por tener TTL (Tanto Tiempo Libre). Se habla de ellos con condescendenciay se les dan palmaditas, a posteriori, en las canas. «Ah, sí, yo teníauna profesora de Lengua Inglesa, la señorita Smith, que me inspiró mucho. No olvidaré jamás a la buena señorita Smith. Solía decir que si en sus cuarenta años de enseñanza conseguía llegar al corazón
de un chico, todo le habría valido la pena. Moriría feliz.» Luego, la profesora de Lengua Inglesa que nos inspiró se difumina entre sombras grises para subsistir el resto de sus días con una pensión mezquina, soñando con ese chico al que podía haber llegado. Sigue soñando, profesora. No te rendirán homenaje.

Piensas que entrarás en el aula, te quedarás parado un momento, esperarás a que se haga el silencio, les verás abrir los cuadernos y preparar los bolígrafos, les dirás tu nombre, lo escribirás en la pizarra, te pondrás a enseñar.

Tienes en tu mesa el programa de Lengua Inglesa que te ha proporcionado el centro. Les enseñarás ortografía, vocabulario, gramática, comprensión de la lectura, redacción, literatura.
No ves el momento de llegar a la literatura. Mantendréis debates animados sobre poesías, obras de teatro, ensayos, novelas, relatos cortos. Las manos de los ciento setenta estudiantes vibrarán en el aire, y ellos exclamarán «señor McCourt, yo, yo, quiero decir algo».

ienes la esperanza de que querrán decir algo. No quieres que se te queden mirando embobados mientras te esfuerzas desesperadamente por mantener viva la lección.

Devorarás con deleite los corpus de la literatura inglesa y estadounidense. Qué bien lo pasarás con Carlyle y Arnold, con Emerson y Thoreau. No ves el momento de llegar a Shelley, Keats y Byron, y al bueno de Walt Whitman. A tus clases les encantará todo ese romanticismo y rebelión, todo ese desafío. A ti mismo te encantará, porque muy dentro de ti y en tus sueños, eres un romántico desenfrenado. Te ves a ti mismo en las barricadas.

Los directores y otras figuras de autoridad que pasen por los pasillos oirán ruidos de emoción en tu aula. Mirarán por la ventanilla de la puerta, asombrados al ver tantas manos levantadas, interés y emoción en las caras de esos chicos y chicas, de esos fontaneros, electricistas, esteticistas, carpinteros, mecánicos, mecanógrafas, torneros.

Te nominarán para recibir premios: Profesor del Año, Profesor del Siglo. Te invitarán a Washington. Eisenhower te dará la mano. Los periódicos te pedirán a ti, un simple profesor de secundaria, tu opinión sobre la educación. Esto será un notición: a un profesor de secundaria le piden su opinión sobre la educación. Caray. Saldrás en la televisión.

En la televisión.

Figúrate: un profesor de secundaria en la televisión. Te llevarán en avión a Hollywood, donde saldrás en películas sobre tu propia vida. Comienzos humildes, niñez miserable, problemas con la Iglesia (a la que plantaste cara con valor), imágenes de ti mismo solitario en un rincón, leyendo a la luz de una vela a Chaucer, Shakespeare, Austen, Dickens. Tú estás allí en el rincón, abriendo
con dificultad tus pobres ojos enfermos, leyendo valerosamente hasta que tu madre te quita la vela, te dice que si no lo dejas se te van a caer los ojos de la cara. Tú le suplicas que te devuelva la vela, que sólo te quedan cien páginas para terminar Dombey e hijo, y ella te dice: «No, no quiero tener que hacerte de lazarillo por Limerick y que la gente me pregunte cómo es que te has quedado ciego si hace un año estabas dando patadas a una pelota como el que más.»

Tú dices que sí a tu madre porque conoces la canción:

El amor de una madre es una bendición
vayas por donde vayas
cuídala mientras la tengas
la echarás de menos cuando falte.

Además, cómo ibas a replicar a una madre de película, representada por alguna de esas actrices irlandesas mayores, Sarah Ailgood o Una O’Connor, con esas lenguas mordaces y esas caras de sufrimiento. Tu madre de verdad también tenía una buena cara de pesadumbre, pero nada como verla en la gran pantalla, en blanco y negro o a todo color.

A tu padre podría representarlo Clark Gable, sólo que a) a lo mejor no era capaz de reproducir el acento del norte de Irlanda que tenía tu padre, y b) sería caer muy bajo después de Lo que el viento se llevó, que, como recuerdas, estuvo prohibida en Irlanda, según se dice, porque Rhett Butler llevaba en brazos a Scarlett, su propia esposa, escaleras arriba y hasta la cama, lo que inquietó a los censores cinematográficos de Dublín y les hizo prohibir la película entera. No; haría falta otra persona para representar el papel de tu padre, porque los censores irlandeses estarían vigilando con atención, y tú te llevarías una gran desilusión si a la gente de Limerick, tu ciudad,
y a la del resto de Irlanda les privaran de la oportunidad de ver la historia de tu infancia desgraciada y tu subsiguiente triunfo como profesor y estrella del cine.

Pero la historia no terminaría allí. La verdadera historia sería la de cómo, al final, te resististe a los cantos de sirena de Hollywood; la de cómo, después de noches de ser obsequiado con cenas, vinos, fiestas e invitaciones al lecho de las estrellas femeninas, consagradas y en ciernes, descubriste la vacuidad de sus vidas, cómo te abrían sus corazones recostadas sobre diversas almohadas de satén, cómo las escuchabas con punzadas de remordimientos cuando manifestaban su admiración por ti, porque tú, por tu entrega a tus estudiantes, te habías convertido en un ídolo y en un símbolo en Hollywood, cómo ellas, las estrellas femeninas encantadoras, consagradas y en ciernes,lamentaban haber ido por el mal camino, abrazando la vacuidad de sus vidas en Hollywood, sabiendo que, si renunciaban a todo aquello, podrían disfrutar a diario de la integridad de enseñar a los futuros artesanos, tenderos y mecanógrafas de América. Qué sensación debe dar, te dirían, despertarse por la mañana, saltar alegremente de la cama, sabiendo que tienes por delante todo un día en el que harás una labor santa con la juventud de América, satisfecho con tu escasa remuneración, pues tu verdadera recompensa es el brillo de agradecimiento en los ojos atentos de tus estudiantes cuando te entregan los regalos que te envían sus padres, agradecidos y llenos de admiración: galletas, pan y pasta caseros, y de vez en cuando una botella de vino de las parras que tienen en el patio trasero las familias italianas, las madres y los padres de tus ciento setenta alumnos del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en el distrito de Staten Island, de la ciudad de Nueva York.






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